La ciencia en cajitas

Por Marta García Garralón

Visita guiada

Proponemos al lector la lectura de una escena costumbrista del Madrid castizo, protagonizada por un boticario y su botica en un día cualquiera.

En la época de la Restauración (1874-1931), dos hechos de relevancia sucedieron en las boticas de la Villa y Corte: el tradicional arte de la farmacopea cedió paso a la ciencia en cajitas y el boticario abandonó su denominación para adoptar la más moderna de farmacéutico1.

Mientras estos cambios de fondo tenían lugar, el boticario seguía abriendo cada día su botica, a la que acudían vecinos del distrito farmacéutico. La botica era lugar de referencia para los parroquianos, un sitio de encuentros y conocido cenáculo de tertulias.

La influencia social del boticario, gracias a sus conocimientos en el arte de la elaboración de remedios, posibilitaba la relación del facultativo con la parte superior de la escala social y su integración en el selecto club de las fuerzas vivas.

Aunque los signos externos de este establecimiento bien pudieran pasar inadvertidos para un transeúnte poco observador, una vez se entraba en el reino del cocinero de Galeno, el visitante quedaba atrapado por un sentimiento de curiosidad.

Adultos y niños contemplaban con admiración la exhibición del hermoso botamen de loza talaverana, primorosamente exhibido sobre anaqueles y hornacinas de un enorme mueble tallado en roble. En la parte inferior, asomaban cajones para drogas con pequeñas pinturas de paisajes campestres y urbanos. Los ojos del curioso rápidamente recalaban en los llamativos recipientes vidriados de colores, fabricados para la conservación de simples y compuestos medicinales, mientras extraños olores procedentes de una estancia en penumbra invadían la pieza principal. Agudizando la vista, el visitante podía entrever orzas y redomas delante de un alambique, y un pildorero acompañando a una balanza y un mortero, reveladores de un encargo a medio hacer.

Subiendo las escaleras hacia la buhardilla, un saco de mostaza en grano con el marchamo de la casa comercial descansaba sobre la pared junto a materias primas llegadas de América: zarzaparrilla, tabaco, ipecacuana y quina. El almacén parecía bien surtido y gomas de toda especie, costales de sal, cajas de azúcar, cera, tinajas de aceite y cántaros con miel ocupaban el sobrado.

En la estancia principal, al otro lado del mostrador, asomaba un boticario ataviado con levita, corbatín, chaleco de piqué, pantalón de paño, medias blancas y chinelas. Su testa quedaba cubierta por un gorro griego encarnado, bordado en sedas de colores, bajo el que asomaba un semblante surcado por gruesas patillas y bigotes en punta. Las manchas en la ropa del profesor, especialmente en las solapas, delataban un empeño de horas en la elaboración de cataplasmas con polvo de mostaza.

Desde el mostrador, el boticario vigilaba las operaciones de su empleado y evitaba los despilfarros de género, mientras daba conversación a los parroquianos con una taza de chocolate caliente en sus manos.

Se servía de un mancebo, mozo imberbe de edad indeterminada, que con los años mudaría su denominación a la de practicante. La cama del mancebo flanqueaba el ventanillo por el que se atendía a la clientela, mientras el lecho del titular quedaba algo más distante. Cuando hacía demasiado frío, el propietario escuchaba al mozo contestar desde la cama “no tenemos”.

A las dos horas de abrirse la botica, iban llegando los criados del servicio con las recetas que los médicos prescribían durante sus visitas matutinas.

Los enfermos pobres del barrio no alcanzaban a satisfacer los honorarios del galeno y, hasta hacía bien poco, habían quedado privados de la atención médica a domicilio. Como última solución, acudían al hospital, pero en ese caso pasaban por vergonzantes, y eso era algo que solo sucedía en última instancia. Preferían acercarse a alguna de aquellas boticas en las que se les solía dedicar un tiempo para consulta. En el año de la revolución Gloriosa y del destronamiento de la reina castiza se aprobó la asistencia hospitalaria para pobres, pero solo en las ciudades de más de 4000 habitantes.

Por la botica madrileña desfilaban lacayos de las casas de nobleza, mandaderos de los conventos y criadas al servicio de comerciantes adinerados. Con esos encargos ya se echaba casi toda la mañana, aunque tampoco faltaban los reclamos de cárceles y las peticiones de los establecimientos de beneficencia.

El boticario y su ayudante se esmeraban en preparar sus formulaciones magistrales en forma de concordias, polvos, jarabes, decocciones, píldoras, emplastos, aceites y ungüentos, siguiendo el dictado de la farmacopea oficial.

Si lo precisaban, el titular y su ayudante salían al pequeño jardín situado detrás de la trastienda de la botica para recolectar raíces, bulbos, bayas, hojas, flores, frutos, semillas, leños y cortezas. También se echaban al campo o acudían al droguero que les proveía de la materia prima más idónea recién llegada de ultramar. Algunos boticarios rurales se abastecían de sus propias colmenas, conocedores de los elevados precios que alcanzaba la miel, tan necesaria para sus formulaciones.

Después de elegir los elementos del reino vegetal con los que trabajaría, el boticario se empleaba en su mondado y desecación. A continuación, separaba las distintas especies y se aplicaba sobre la extracción de sus propiedades. Una vez obtenido el resultado deseado, se preocupaba de la conservación e identificación de cada remedio. Finalmente, llegaba la dispensación.

Además de echar mano de redomas de licores, bálsamos, tinturas, antimoniales y vitriolos, el boticario utilizaba materias del reino animal, como el cuerno de ciervo o la pezuña de una bestia. Con el tiempo, en los anaqueles del laboratorio irían ganando espacio las medicinas químicas, como las sales sedativas (ácido bórico), el acetato amónico, o el carbonato básico de magnesia.

En el mueble principal de la botica se ubicaba el ojo de boticario, reservado a venenos y drogas medicinales de alto coste. Desde siglos atrás, los boticarios artesanos depositaban en sus gavetas de ojo de boticario las especies más activas y también las de carácter exótico. Pero, sobre todo, allí se guardaban piedras preciosas, aunque de nulo efecto en el paciente. Tenían un elevadísimo gasto para el comprador y su manipulación acarreaba gran peligro si no estaban bien molidas. Probablemente, ya en el siglo XIX estas piedras preciosas habían dejado de formar parte del armario de los tóxicos, aunque drogas y venenos lo siguieron siendo. El boticario guardaba celosamente la llave del armario en el bolsillo de su chaleco y vedaba su uso al mancebo2.

Cumplidos los encargos de la mañana y tras el almuerzo en casa, llegaba la siesta en la rebotica. El boticario despertaba con gesto relajado y retomaba sus tareas vespertinas, dedicando un rato a escribir a la prensa farmacéutica de la capital. Pensaba insertar anuncios en La Farmacia Española y en el Semanario Farmacéutico de su exitosa zarzaparrilla elaborada con vapor. Si conseguía que las ventas de su fórmula aumentasen, podría contratar a un segundo ayudante. Había estado dando vueltas a ofrecer un descuento de este remedio sudorífico y depurativo si lograba una larga lista de encargos.

Al terminar la jornada, esperaba el boticario al resto de las fuerzas vivas para jugar una partida de tresillo. Primero solía llegar el médico que atendía a la clientela del barrio. El cura y el notario tardaban algo más, pero tampoco perdonaban la cita vespertina. Mientras repartían las cartas y se iniciaban en las primeras bazas, comentarían los avatares del día y discutirían sobre aquel general o este ministro, sin olvidar lo cara que está la vida.

Así transcurrían las jornadas de un boticario castizo, solo alteradas cuando se acercaba la inspección. Llegado el momento de la visita anual de la Junta Superior de Farmacia, el boticario se esmeraba cuidadosamente en los preparativos. Para ese día, cubría su recinto de adornos y colgaduras de damasco, sacaba la vajilla de plata y servía un ligero ambigú a los visitadores.

1 Texto inspirado en el relato del escritor y periodista romántico Antonio Flores, “El boticario”, publicado en Los españoles pintados por sí mismos por varios autores. Madrid: Gaspar y Roig Editores, 1851, pp. 356-360.

2 Pronto pasó a denominarse el armario de los tóxicos. El antiguo ojo de boticario equivale al armario de estupefacientes de las farmacias contemporáneas. Siguiendo el dicho popular, en las cordialeras del ojo de boticario encierra el farmacéutico lo más selecto de su botica. La locución pedrada en ojo de boticario expresa que algo viene muy a propósito de lo que se está tratando (Diccionario de la Real Academia de la Lengua. Versión online https://dle.rae.es/pedrada?m=form ). Sobre esta expresión, vid. Andrés Trapiello, “El ojo de boticario”, en Hemeroflexia [acceso online] [consultado el 2 de septiembre de 2021] http://hemeroflexia.blogspot.com/2012/07/el-ojo-del-boticario.html.