Madrid, Galdós y la botica de Maximiliano Rubín

Madrid es ciudad que huele a tomillo y espliego1, conocida por su hospitalidad y el carácter acogedor de los madrileños. Benito Pérez Galdós la denominó «pueblo grande y revuelto», y es que por sus tierras pasaron distintos moradores que han dejado huella y memoria.

Los primeros asentamientos musulmanes en el territorio datan del siglo IX y ya desde un primer momento se obtuvo provecho de los manantiales que corrían por las cercanías.

Madrid significa arroyo, manadero o alcantarilla. Los acuíferos del lugar fueron canalizados por los árabes con viajes o minas subterráneas, llamadas mayrat2. De ahí el origen del nombre de esta ciudad, Mayrit, evolucionó hacia Magerit.
Posteriormente, los cristianos adaptaron el nombre de Mayrit y pronunciaron la palabra arroyo, matrice en latín. De Matrice a Matrit, como derivación cercana3.

En el primer fuero de Madrid, de comienzos del siglo XIII (1202), se la menciona bajo cinco denominaciones: Magerit, Magirto, Madrit, Madride y Madrid.

En el primer escudo que se conoce de la ciudad se recogía el lema del humanista español Juan López de Hoyos, «Fui sobre agua edificada. Mis muros de fuego son. Esta es mi insignia y blasón». La mención a los muros ígneos se debe a la composición de la primera muralla, edificada con piedra pedernal. Sobre ella chocaban las espadas invasoras y arrancaban centellas. Con ello se daba a entender que Madrid era una ciudad fundada sobre el agua y defendida por el fuego4.
Al respecto, el mismo escudo de la ciudad recuerda un campo que hacia el siglo XIV se rodeaba de robledales, encinares y madroñeras abundantes en caza. En las crónicas antiguas era conocida bajo el nombre de Osaria u Orsaria, la ciudad de los osos («Osaria de fuego cercada y sobre agua fundada»), si bien los entendidos han discrepado sobre la bondad de Madrid como cazadero de plantígrados. El escudo añade siete estrellas, que fueron un regalo de Carlos V a petición del cronista Juan Hurtado de Mendoza, en consonancia con las siete que forman la Osa Mayor5.
Felipe II eligió Madrid como capital del reino y sede de la Corte, bien pudiera ser por atesorar esos pozos y viajes o minas de agua, que daban a sus vecinos agua de relativa buena calidad y abundancia, o bien por su ubicación geográfica central en el territorio de la Monarquía hispana. También debió contribuir la decisión del rey católico de edificar el Real Monasterio de San Lorenzo de El Escorial, algo que cambió sin duda el futuro de la ciudad.

En la época del Madrid imperial existieron calles, puertas, portillos y postigos con bellos nombres, hijos de un desarrollo poblacional irregular y carente de simetría. En aquellas calles vivieron Cervantes, Lope de Vega, Quevedo y Góngora.

A partir de Carlos III, las calles comenzaron a rotularse en las esquinas con azulejos de Talavera. Travesías identificadas por los madrileños con nombres memorables y sorprendentes, como del Ataúd, del Azotado, del Verdugo, de los Muertos, del Piojo, de Noramala Vayas, de la Pedrada, de la Mancebía, del callejón de los Muertos, del Perro, de las Negras, de Aunque os Pese, de la Pingarrona, del Campo de las Calaveras, del Infierno, del Colmillo, del Salsipuedes, o de las Pulgas, en el Rastro, o la calle de la Amargura, que comunicaba la calle Mayor con la plaza Mayor.

En palabras de Andrés Trapiello, «el callejero se convirtió en una página de la historia que se estaba escribiendo a vista de todos»6

Llegados al XIX, el marqués viudo de Pontejos, alcalde de Madrid, rotuló en 1835 el nombre de las calles en placas de cerámica con fondo blanco y letras en negro, numerando las casas de forma lineal, pares a la derecha e impares a la izquierda, de menos a más en relación con su proximidad a la Puerta del Sol7.
Desgraciadamente, casi la mitad de los nombres de las calles que por entonces había en Madrid cayeron en el olvido cuando fueron reemplazados, por considerarse ridículos o impropios, por otros nombres que consagraron el protagonismo de la clase política y de personajes del siglo XIX8. Fuera de la antigua cerca y más allá del Madrid antiguo nacieron barrios burgueses con la desamortización de Mendizábal: los de Salamanca, Argüelles, y Chamberí, y con el tiempo el barrio de las colonias obreras9. Paralelamente, se fueron produciendo las mayores conquistas de la ciudad: alumbrado, alcantarillado, traída de agua a las casas y árboles en los espacios públicos.
Aún con todo, hermosos nombres de calles han sobrevivido al paso del tiempo: la travesía de Bringas, Tribulete, las Vistillas, el Campillo del Mundo Nuevo, Tres Peces, Ave María, Convalecientes, Cenicero, Molino de Viento, Limón, Madera, paseo de la Esperanza, paseo del Prado y paseo de Recoletos, Luna, Salud, Misericordia, calle de la Unión, Fomento, Beneficencia, la plaza de la Morería, Mediodía, el Pretil de los Consejos, Candil, Buen Suceso, Amor de Dios, Areneros —donde vivió Galdós—, de la Bola y de las Sierpes, la plazuela del Alamillo, Amparo, la de la Sal, la de las Veneras, la del Biombo, la del Espejo, Lechuga, Laurel, del Olmo, la de los Preciados, el paseo de las Delicias, la cuesta de los Ciegos, la Ancha de los Majaderitos, el paseo de los Melancólicos, la del Bonetillo, Clavel, la plaza de la Cebada, Libertad, Peligros, Acuerdo, la de las Fuentes, Bordadores, Coloreros e Hileras10.
Por muchas de aquellas calles paseó Benito Pérez Galdós (1843-1920), escritor de origen canario y madrileño de adopción, al que se ha considerado como el gran cronista de Madrid11.
Sus personajes tienen vida propia en una ciudad que conoció por haberla caminado y vivido con intensidad. Como dice Andrés Trapiello, Galdós fatigó a lo largo de casi sesenta años calles, barrios, rondas, iglesias, palacios y corralas donde situar sus personajes. Galdós sin Madrid no se entiende y esa ciudad y sus personajes tan presentes aún se reconocen, son reales y palpables en mil y un rincones12.
El joven Galdós abandonó sus estudios de Derecho en la capital y se dedicó a escribir para una prensa efervescente necesitada de articulistas. El escritor novel atestiguó sucesos y retratos, que obtenía de su cotidiana observación de la realidad y, por supuesto, de las calles, convertidas en sí mismas en uno de los grandes espectáculos que ofrecía la urbe, además de los cafés, los toros y el teatro13.

Desde su fina visión, el autor se adentra en las vidas de los moradores, nos traslada los amores que les arrastran y nos hace testigos de sus trabajos y negocios. Su interés desborda a los aristócratas y las clases medias, y trasciende a las clases más humildes, las de los barrios de Cuatro Caminos, Tetuán de las Victorias, los barrios de las Injurias y las Cambroneras, situados en los alrededores del Puente de Toledo.

La modernidad intemporal de Benito Pérez Galdós reside en haber sabido transmitirnos con su brillante escritura una galería de retratos humanos, muy del gusto de las clases medias, principales consumidoras de su literatura14. El escritor canario utiliza como principales recursos la ciudad y la historia, a través de las cuales nos habla de lo que realmente le importa: de las personas, de la razón humana de sus vidas y del amor15. Ese amor es a veces compasivo, y la visión piadosa del hombre lleva a Galdós a ahondar en la humanidad doliente.

El Madrid castizo galdosiano y su topografía humana sin duda tienen reservado un sitio en el olimpo de la literatura universal, y comparten un asiento de preferencia con el París de Dumas, el Londres de Dickens, el San Petersburgo de Tolstoi, la Praga de Kafka, o la Lisboa de Pessoa.
La descripción que hace Galdós de las calles madrileñas no tiene parangón, algo que comprobamos en el universo urbano dibujado en su obra La de Bringas. En ella aparece representado el genuino Madrid, el Madrid de los Austrias, frente al moderno barrio que por entonces se estaba construyendo por el gran financiero de la época, el marqués de Salamanca:

«Porque a mí, querida Cándida [Doña], que no me saquen de estos barrios. Todo lo que no sea este trocito no me parece Madrid. Nací en la plazuela de Navalón, y hemos vivido muchos años en la calle de Silva. Cuando paso dos días sin ver la plaza de Oriente, Santo Domingo el Real, la Encarnación y el Senado, me parece que no he vivido.
Creo que no me aprovecha la misa cuando no la oigo en Santa Catalina de los Donados en la Buena Dicha. Es verdad que esta parte de la Costanilla de los Ángeles es algo estrecha, pero a mí me gusta así. Parece que estamos más acompañados viendo al vecino de enfrente tan cerca, que se le puede dar la mano. Yo quiero vecindad por todos lados. Me gusta sentir de noche al inquilino que sube; me agrada sentir aliento de personas arriba y abajo. La soledad me causa espanto, y cuando oigo hablar de las familias que se han ido a vivir a ese barrio, a esa Sacramental que está haciendo Salamanca más allá de la Plaza de Toros, me dan escalofríos. ¡Jesús qué miedo!… Luego este sitio es un coche parado. ¡Qué animación! A todas horas pasa gente. Toda, toda, todita la noche está usted oyendo hablar a los que pasan, y hasta se entiende lo que dicen. Créalo usted, esto acompaña. Como nuestro cuarto es principal, parece que estamos en la calle. Luego todo tan a la mano… Debajo la carnicería; al lado ultramarinos; a dos pasos puesto de pescado; en la plazuela botica, confitería, molino de chocolate, casa de vacas, tienda de sedas, droguería, en fin, con decir que todo… No podemos quejarnos. Estamos en sitio tan céntrico, que apenas tenemos que andar para ir a tal o cual parte. Vivimos cerca de Palacio, cerca del Ministerio de Estado, cerca de la oficina de Bringas, cerca de la capilla Real, cerca de Caballerizas, cerca de la Armería, cerca de la plaza de Oriente… cerca de usted, de las de [Joaquín] Pez, de mi primo Agustín [Caballero]…»16 .

El Madrid nocturno también figura descrito en la obra de este genial canario, a través de su personaje Salvador Monsalud, protagonista de uno de los Episodios Nacionales:

«por las noches gustaba mucho de pasear un poco por las calles antes de retirarse a su casa, poniendo así entre la tertulia y el sueño un trozo de meditación trans-urbana de más gusto para él que la más entretenida y docta lectura. La soledad sospechosa de algunas calles, el bullicio de otras, el rumor báquico de la entreabierta taberna, la canción que de una calleja salía con pretensiones de trova amorosa, el cuchicheo de las rejas, el desfile de inesperados bultos, indicio del robo perpetrado, del contrabando o quizás de una broma furtiva; la disputa entre viejecillas terminada con estrépito de bofetadas… por otra parte el rodar de magníficos coches; la salmodia insufrible del dormido sereno que bostezaba las horas como un reló del sueño, funcionando por misterioso influjo del aguardiente; el rechinar de las puertas vidrieras de los cafés, por donde salían y entraban los patriotas; el triste agasajo de las castañeras que se abrigaban con lo que vendían tendiendo una mano helada para recibir los cuartos y otra mano caliente para dar las castañas; las singulares sombras que habitan las casas construidas sin orden, unas arrumbadas hacia atrás, las otras alargando un ángulo ruinoso sobre la vía pública; los caprichos de claridad y tinieblas que formaban las luces de aceite encendidas por el Ayuntamiento y que podían compararse a lágrimas vertidas por la noche para ensuciar su mando negro; el peregrino efecto de la escarcha en las calles empedradas, que parecían cubrirse de cristal esemerilado con reflejos tristes; el mismo efecto sobre los tejados, en cuya superficie se veía como una capa de moho esmaltada por polvo de diamante, el grandioso efecto de la helada, que en flechazos invisibles se desprendía del cielo azul ante las miradas aterradoras de la luna, la deidad funesta de Enero; la consideración del frío general hecha dentro de una caliente pañosa; el estrépito de la diligencia al entrar en la calle, barquichuelo que navegaba sobre un mar de guijarros, espantando a los perros, ahuyentando a los chiquillos y a los curiosos…; el buen paso marcial de los soldados que iban a llevar la orden prendida en lo alto del fusil; el coro sordo de los mercados al concluir las transacciones, cuando se cuenta la calderilla, se barre el puesto y se recogen las casas a la malicia, y el rasgueo de guitarras que sonaba allá en lo profundo de moradas humildes; la puerta sobre la cual había un nombre de mujer groseramente tallado con navaja, o una cruz o un cartel de todos, o una insignia industrial, o una amenaza de asesinato, o una retahíla de palabras groseras, o una luz mortecina indicando posada, o un macho de perdiz que cantará la madrugada, o un cuadrito de vacas de leche, o un objeto negro algo semejante a un zapato, o una armadura de fuegos artificiales pregonando el arte de polvorista, o una alambrera cubierta con un guiñapo, señal de la industria de prendería, o una bacía de cobre, o un tarro de sanguijuelas… todo esto, en fin, y otros muchos accidentes de la fisonomía humana durante la noche, páginas vivas y reales, abiertas entre la vulgaridad de la tertulia y el tedio de su casa solitaria, le cautivaban por todo extremo»17.
Aquellas crónicas y descripciones galdosianas tan minuciosamente documentadas enlazan con esa actitud piadosa del autor para con sus personajes. Sea quizás por eso, que el canario siempre mostró un gran interés por el sufrimiento y la enfermedad, sorprendiéndonos con un detallado conocimiento de los aspectos terapéuticos y farmacológicos de las dolencias. Galdós es un brillante ejemplo de conjunción de discurso científico y literatura médica, un trasvase continuo entre ciencia y literatura que no deja de sorprendernos18.
Por eso, afirma Trapiello que no es casual que Maximiliano Rubín y don Hilarión, protagonistas ambos de Fortunata y Jacinta y de La verbena de la Paloma, fueran boticarios. Estos profesionales se convirtieron en toda una institución «mientras se rigieron por el sistema de fórmulas magistrales; de sus célebres msa («mézclese según arte») han obtenido los madrileños el gracejo que caracteriza a tantos de ellos. La ciudad y sus habitantes perdieron mucho cuando se pasó de botica a farmacia, y de boticario a farmacéutico, acabando con una de las principales instituciones madrileñas: la rebotica»19.

Galdós introdujo en su magistral Fortunata y Jacinta la botica de Samaniego, a la que ubicó en la calle Ave María, cerca de una de las farmacias más conocidas de Madrid que operaba desde 1869, la Farmacia El Globo, y que se hallaba en la misma plazuela de Antón Martín.

Maxi Rubín, protagonista de la novela galdosiana, vive con su tía doña Lupe y es estudiante de la Faculta de Farmacia. Tras finalizar sus estudios, la tía le consigue un trabajo de practicante en la acreditada botica de Samaniego, propiedad de doña Casta, viuda del farmacéutico y amiga suya20.
La dedicación profesional de Rubín es utilizada por Galdós para revelarnos uno de los temores más frecuentes de la época sobre los boticarios, que pasaba por la equivocación dolosa o culposa a la hora de manipular los componentes de las fórmulas magistrales. El escritor aborda ambos casos, la confusión negligente de los componentes debido a «errores garrafales»21 y la utilización de los fármacos con fines delictivos, de envenenamiento, cuando Rubín decide poner fin a su vida y a la de su mujer haciendo uso de sus conocimientos farmacológicos22.
Junto a Maxi Rubín, Galdós da vida a otro personaje extraordinario, Segismundo Ballester, regente de la botica, filósofo mundano y enamorado secreto de Fortunata. Sobre todo, en los últimos pasajes de la novela, Ballester es un alter ego de Galdós y de su estética hegeliana23. Este segundo farmacéutico termina siendo el contrapunto profesional de Rubín, vigilante y protector de un compañero enfermizo, que cada día muestra más signos de un trastorno mental trufado en ocasiones de grandes momentos de lucidez. Ballester asiste a Fortunata proporcionándole ergotina —cuyo principio activo era el cornezuelo de centeno— después del parto, para provocar las contracciones del útero y detener hemorragias.
En un pasaje memorable, Ballester expone a Rubín su concepto de la vida y de la armonía a través de la comparación entre la Farmacia y la música y de la combinación del cuerpo y del espíritu:
«Le digo a usted que no hay ciencia más sublime que la Farmacia […] ¡Qué hermosa es la Farmacia! Para mi hay dos artes: la Farmacia y la Música. Ambas curan a la humanidad. La Música es la Farmacia del alma, y la . . . viceversa, ya usted me entiende. Nosotros, ¿qué somos sino los compositores del cuerpo? Usted es un Rossini, por ejemplo; yo un Beethoven. En uno y otro arte todo es combinar, combinar. Llámanse notas allá; aquí las llamamos drogas, sustancias; allá sonatas, oratorios y cuartetos…; aquí, vomitivos, diuréticos, tónicos, etc. El quid está en saber herir con la composici6n la parte sensible… ¿Qué le parecen a usted estas teorías?… Cuando desafinamos, el enfermo se muere»24.
Con gran acierto, el cronista de Madrid nos muestra en una conversación los riesgos de las aspiraciones profesionales de un boticario para hacerse rico mediante la comercialización de un medicamento milagroso y las implicaciones morales de esta forma de proceder. La tía de Rubín, doña Lupe, ve el cielo abierto con la futura carrera de su sobrino. A su entender, el ejercicio de farmacéutico debía dar buenos réditos por ser muy caros los medicamentos y muy baratas las primeras materias primas: agua del pozo, ceniza del fogón, tierra de los tiestos, etc.

Su marcada visión comercial de la vida le lleva a manifestar con entusiasmo las posibilidades económicas que se abrirían para ellos si su sobrino se aplicase con ambición a la Farmacia: «El farmacéutico que no hace dinero en estos tiempos es porque tiene vocación de pobre. Tú sabes bastante, y con un poco de trastienda y otro poco de farsa y mucho anuncio, mucho anuncio, negocio hecho. Créeme, yo te ayudaría». La esperanza de encontrar una fórmula nueva convertida en una panacea revela una interesante conversación entre doña Lupe y su sobrino Maxi:

«Esas cosas, hijo [refiriéndose a una posible fórmula de la invención de Maxi], o se hacen en gordo o no se hacen. Si inventas algo, que sea panacea; una cosa que lo cure todo, absolutamente todo, y que se pueda vender en líquido, en píldoras, pastillas, cápsulas, jarabe, emplasto y en cigarros aspiradores. Pero hombre, en tantísima droga como tenéis, ¿no hay tres o cuatro que, bien combinadas, sirvan para todos los enfermos? Es un dolor que teniendo la fortuna tan a mano no se la coja. Mira el doctor Perpiñá, de la calle de Cañizares. Ha hecho un capitalazo con ese jarabe… no recuerdo bien el nombre, es algo así como latrofaccioso…
—El lacto-fosfato de cal perfeccionado —dijo Maxi—. En cuanto a las panaceas, la moral farmacéutica no las admite.
—¡Qué tonto!… ¿Y qué tien que ver la moral con esto? Lo que digo: no saldrás de pobre en toda tu vida… Lo mismo que el tontaina de Ballester: también me salió el otro día con esa música. ¿Nada os dice la experiencia? Ya veis: el pobre Samaniego no dejó capital a su familia porque también tocaba la misma tecla. Como que en su tiempo no se vendían en su farmacia sino muy contados específicos. Casta bufaba con esto. También ella desea que entre tú y Ballester le inventéis algo, y deis nombre a la casa, y llenéis bien el cajón del dinero… Pero buen par de sosos tiene en su establecimiento…»25.
La contraposición de las diferentes actitudes de estos personajes ante las posibilidades de un enriquecimiento que traspasa los límites morales en el ejercicio de la profesión sigue siendo hoy en día un dilema de carácter deontológico de plena actualidad.

Un vivo ejemplo de la maestría de Galdós en el manejo de la terapéutica de los fármacos se advierte en las constantes migrañas de Maxi Rubín, con episodios detalladamente descritos y el tratamiento que se aplicaba aquella época.

En su fase más avanzada, Rubín recibe un tratamiento opiáceo a base de láudano para su dolencia. Galdós detalla con precisión la aplicación al protagonista de un «remedio heroico» para tranquilizarle, como medicamento enérgico y destinado a casos extremos. En sus delirios, Galdós con buen sentido del humor le hace pronunciar palabras amorosas, entremezcladas con términos de farmacia: «Ídolo… De acetato de morfina, un centigramo… Cielo de mi vida. Clorhidrato de amoníaco, tres gramos…, disuélvase…»26.

Benito Pérez Galdós mantuvo una estrecha amistad con el médico y académico Manuel Tolosa Latour, autor de una abundante obra científica y literaria y que, de seguro, le aconsejó, proveyéndole de los manuales y del material científico necesario para su producción literaria27.

Para terminar, merece la pena recordar un detalle más del creador de Fortunata y Jacinta cuando revela las afinidades políticas de los farmacéuticos que acudieron al convite de boda de Maxi Rubín y Fortunata. Durante la conversación de sobremesa declara a aquellos boticarios de «atrozmente liberales» en sus debates y tremolinas frente a dos religiosos y pro carlistas. Todo un reflejo de una España intemporal

1 La autoría de esta frase pertenece a Juan Meléndez y Valdés, y ha sido recogida por Andrés Trapiello en su Madrid, Destino, 2020, p. 9. Nos hemos servido de este hermoso trabajo, mezcla de erudición, literatura y poesía, para documentar el Madrid decimonónico. Nuestro agradecimiento al autor.

2 Sobre los viajes de agua en Madrid, consúltese el enlace [disponible en línea] [consultado el 5 de septiembre de 2021]
https://www.madrid.es/portales/munimadrid/es/Inicio/El-Ayuntamiento/Medio-ambiente/Agua/Viajes-de-agua?vgnextfmt=default&vgnextoid=c2c61a824d4ae210VgnVCM2000000c205a0aRCRD&vgnextchannel=ce54b5f73a077210VgnVCM1000000b205a0aRCRD
En 1858 se trajeron las aguas desde Lozoya. Hasta entonces, fueron las aguas tema recurrente de conversación entre los vecinos de la Corte. Andrés Trapiello, Madrid, Destino, 2020, p. 506.

3 Íbid., pp. 22 y 23.

4 Íbid., pp. 24 y 25.

5 Íbid., p. 128.

6 Íbid., p. 137.

7 Íbid., p. 135.

8 Recoge Trapiello nombres de calles, citados en la obra de María Teresa Gea, El Madrid desaparecido, y otros resultados de su propia investigación. Alguna vez existieron en el Madrid pasado, pero que no se han conservado: Lanzas Agudas, plazuela de los Afligidos, calle del Aguardiente, plaza de la Alegría, callejón de las Ánimas, Bajada de los Ángeles, Bazar de las Américas, La Bombilla, Candil, Cantarranas, plazuela de los Caños Viejos, Cerca del Arrabal, cerrillo del Rastro, Gitanos, de las Negras, travesía del Desengaño, callejón de la Duda, calle del Empecinado, calle de la Ese, calle de la Esperancilla, calle del Espejo, calle de la Garduña, Angosta de Peligros, calle del Gato, de las Rejas, la calle de la Reforma Agraria, calle de la Unión Proletaria, callejón del Perro, calle del Soldado, paseo de Trajineros, paseo del Invierno, paseo Novelesco, calle del Límite, calle de Salsipuedes, calle de los pajaritos, calle de la Sartén, plaza del Progreso, Quitapesares, calle de la Ventanilla, Portal del Contraste, Portal de los Mauleros, la Quinta del Sordo, calle de San Opropio, campo del Tío Mereje, calle del Tostado, travesía de la Rosa, calle del Viento, Cuesta de las Vistillas, callejón de las Yerbas, Sin Salida, el campo de la Lealtad, calle de los Federales y calle de Andrés Gana. Íbid., pp, 144-145. Al trazarse la Gran Vía, también desaparecieron algunas calles, íbid., p. 138.

9 Íbid., pp. 132 y siguientes.

10 Íbid., pp. 139-140.

11 Al respecto, vid. el Mapa cultural ilustrado Galdós es Madrid [disponible en línea] [consultado el 3 de octubre de 2021] https://www.esmadrid.com/sites/default/files/el_madrid_de_galdos_es.pdf

12 Andrés Trapiello, Madrid, pp. 325, 326 y 331.

13 Íbid., p. 327.

14 Íbid., p. 329. Una buena parte de la obra del autor se puede consultar en la Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes [disponible en línea] [consultado en 4 de octubre de 2021] http://www.cervantesvirtual.com/portales/benito_perez_galdos/su_obra/ Su correspondencia, igualmente, está disponible en la web Casa-Museo Pérez Galdós [disponible en línea] [consultado en 4 de octubre de 2021] http://ica-atom.grancanaria.com/index.php/colecciones-documentales-de-benito-perez-galdos

15 Andrés Trapiello, Madrid, pp. 332 y siguientes.

16 Miguel García-Posada, Guía del Madrid galdosiano. Biblioteca madrileña de Bolsillo. Guías culturales, 2008. pp. 18-20 [disponible en línea] [consultado el 1 de octubre de 2021]
https://www.esmadrid.com/sites/default/files/guia_del_madrid_galdosiano_miguel_garcia_posada.pdf

17 Trapiello, Madrid, pp. 132-133.

18 Rubén Domínguez Quintana, “Degeneracionismo y ficción: discurso científico en Benito Pérez Galdós”, Llull, vol. 44(n.º 88) 2021, pp. 195-206. Existe una abundante literatura científica que analiza la obra galdosiana desde múltiples puntos de vista. Sirva como ejemplo el artículo recientemente publicado por Francisco Javier Puerto Sarmiento, “Benito Pérez Galdós (1843-1920) y la salud de su tiempo”, en Anales de la Real Academia Nacional de Farmacia, vol. 87, nº 3 (2021), julio-septiembre, pp. 245-252 [disponible en línea] [consultado el 24 de octubre de 2021] https://analesranf.com/articulo/8703_03/

19 Íbid., p. 507. En su obra Miau Galdós menciona una de las droguerías más antiguas de España, la droguería Riesgo, fundada en 1866.

20 Al parecer, el difunto Pepe Samaniego era hijo de un «droguista arruinado de la Concepción Jerónima» y tenía un tío boticario en la calle Ave María, por lo que deducimos que el sobrino terminó haciéndose con la botica de su tío. Benito Pérez Galdós, Fortunata y Jacinta. Alianza Editorial, 2020, tomo 1, pp. 46 y 107.

21 Galdós, Fortunata…, tomo 2, pp. 186 y 233.

22 Íbid., p. 277.

23 Peter B. Goldman, El trabajo digestivo del espíritu: Sobre la estructura de Fortunata y Jacinta y la función de Segismundo Ballester, Kentucky Romance Quarterly, 1984, 31:2, pp. 177-187.

24 Galdós, Fortunata…, tomo 2, p. 247.

25 Benito Pérez Galdós, Fortunata y Jacinta. Alianza Editorial, 2020, tomo 2, pp. 235-236.

26 Íbid., pp. 479, 480 y 482.

27 Joseph Schraibman, “Cartas de Manuel Tolosa Latour a Galdós”, en El Museo Canario, nº. 22-23, 77-84, 1961-1962, págs. 171-186; J. Fernán Pérez, “Las grandes figuras de la ciencia. El Doctor don Manuel de Tolosa Latour”, en La Ilustración Española y Americana, nº 4-60. 30 de enero de 1917, y Juan Gallego Gómez, “Influencias de Manuel Tolosa Latour en voluntad de Benito Pérez Galdós”, en Actas del séptimo congreso internacional de estudios Galdosianos. Congreso VII (Las Palmas de Gran Canaria: Cabildo Insular de Gran Canaria), 2001, pp. 269-277.